Con las manos ocupadas, inquietas. La mente pronta se prepara para el desgaste diario que la llena de paz. Dulce cansancio intelectual de la producción. Dulce serenata para los oídos el ruido de las teclas apenas perceptible y a la vez invasivo, inconfundible, indisoluble en el ambiente. El ambiente lleno de sonidos inaudibles, los sonidos de la imaginación misma, de los pensamientos revolcándose, seduciéndose mutuamente hasta fundirse en una orgía salvaje de palabras e imágenes. Los pies pesan al principio, cuando se acomodan entre las patas de la silla, se estiran hasta tocar con los talones el suelo apenas fresco. Después los pies desaparecen, se hacen livianos en la habitación hasta que se borran por completo. También se borran las piernas y el torso, sólo quedan los ojos y los dedos inquietos, frenéticos, deslizándose por una absolutamente absurda semiótica negra que es el teclado. Es que esas conexiones invisibles saben que los dedos no oprimen las teclas, es el cerebro, que las resignifica y las desliza hasta que las teclas también desaparecen para convertirse sólo en unidades semánticas que dan forma a los pensamientos ninfómanos. Y los ojos se pasean, destruyen las imágenes y las convierten en formas y las convierten en personas, en nombres, los ojos se fijan y se hacen cuadrados y pequeños como los pixeles, y brillan hasta fusionarse en un equilibrio apenas lógico con esa nada blanca que simula ser una hoja de papel. No es papel pero es papel. No son letras pero son letras. Sólo signos binarios, destruidos y construidos una y mil veces y al final, son solo eso y todo eso, porque es así en el dulce arrullo informático de este tiempo como aprendí a plasmar ideas.
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